LA SABIDURÍA DE LOS ABUELOS


  
        La naturaleza había dotado al rey Habib de un carácter duro e imperioso. Exigía a sus súbditos, que vivían entre las dunas del desierto, una sumisión y una obediencia absolutas. Una mañana el rey se despertó con una idea que le rondaba la cabeza. Pondría a prueba la sumisión de su gente con una insólita petición de fidelidad. 
Se enviaron rápidamente mensajeros a los campamentos y a las aldeas más escondidas con la orden de invitar a todos los adultos a reunirse frente a la morada del rey al día siguiente. Sabiendo lo severo que era su señor, ningún súbdito faltó a la cita. Aquella mañana, a la sombra de las palmeras, una multitud vociferante se reunió. Todos se mostraban curiosos por saber la razón por la que el rey los había convocado. 
Cuando el rey Habib apareció bajo la tienda, un repentino silencio se hizo entre los presentes. -¡Súbditos, escuchadme bien!- su voz sonaba cortante como un látigo. -Tengo intención de poner a prueba vuestra obediencia. Esto es lo que ordeno. Volved a casa y matad a vuestros padres ancianos. No soporto que haya viejos en mi reino. Id y haced cuanto os he pedido, mañana volveréis aquí y me contaréis cómo han ido las cosas. Controlaré si la orden ha sido cumplida. Otra cosa: al venir aquí, mañana, no olviden traer con ustedes a su patrón, su enemigo y su mayor amigo. De la gran multitud no se oyó ni siquiera el más leve rumor. La palabra del rey era sagrada, su voluntad inapelable. 
Todos tomaron el camino de regreso en silencio. Sentados sobre los camellos y pisando la arena, parecía que un peso enorme se había posado sobre el corazón de cada uno de ellos. También Yasim había participado en aquella extraña reunión. Yendo a casa reflexionaba sobre lo que podría hacer apenas llegara a su oasis. Pero parecía que Dios, por mucho que lo invocase, no quería venir en su ayuda. En la cabeza sólo había niebla. Su conciencia le impedía matar a su anciano padre. Por otra parte la voluntad del rey no dejaba el campo libre. Alcanzada la tienda. Yasim no deseaba dar explicaciones. Sólo pidió a su padre que se metiera en la gran tinaja, que acababa de ser lavada y preparada para recibir el aceite de la última cosecha y permanecer allí escondido en absoluto silencio.
 Luego, con el corazón lleno de tristeza, volvió al trabajo. Sólo cuando las tinieblas hablan envuelto las tiendas y una gran paz se hizo en el oasis, el anciano fue invitado a salir del escondite. Durante la comida un embarazoso silencio se cernía sobre la pequeña familia. A Yasim se le hizo un nudo en la garganta que le impedía tragar. Finalmente el anciano se decidió a hablar. -Hijo mío,- dijo- no se qué te ha sucedido, pero sea lo que sea, no nos lo puedes ocultar. Sólo entonces Yasim tuvo fuerzas para contar a su padre el terrible mandato recibido de parte del rey. Tras un largo silencio el anciano volvió a hablar. -Hijo, no estés tan preocupado, Ahora te explico lo que creo que deberás hacer. Mañana por la mañana cargarás sobre las espaldas a tu hijo y, acompañado por tu mujer y el perro, te presentarás al rey. Si te hace preguntas, le responderás así: este perro es mi mejor amigo. Vaya donde vaya me acompaña y me defiende de todos los peligros. Cuando le alargo un buen bocado mueve el rabo de alegría. Cuando le arreo un bastonazo no reacciona, es más, saca la lengua y me lame la mano. Mi enemigo es esta mujer, mi esposa. Busca cualquier motivo para pelearse conmigo, no me perdona nada. Mi patrón, o rey, es este pequeño que llevo a hombros. Cualquier cosa que mi hijo me pida, la hago con el mayor desinterés. 
Confortado por las sabias palabras de su padre, Yasim, aquella noche se acostó y durmió con una tranquilidad de la que no había gozado en mucho tiempo. Por la mañana temprano se puso en camino para el campamento del rey. No sentía el calor que ya era intenso y ascendía de la arena abrasadora. El peso del niño sobre la espalda en vez de fatigarle le infundía nuevas energías. Mientras avanzaba, al buen hombre le parecía oír en el corazón una voz. Era su conciencia que le susurraba. -¡Bravo, Yasim, haces honor a tu nombre! La zona delantera de la tienda del rey estaba atestada de gente. Una atmósfera de tristeza y miedo atenazaba el corazón de todos. La orden del rey había caído como una maldición sobre aquel pueblo pacifico y trabajador. Sólo Yasim manifestaba una gran tranquilidad. 
Finalmente apareció el rey. El aspecto de su rostro era cruel y amenazante, como siempre. Su voz irrumpió sobre la pesadumbre que envolvía a aquella marea de gente. Acérquense uno a uno- ordenó el rey- y muéstrenme lo que han traído. Ninguno tenía el coraje de dar el primer paso. Todos miraban al suelo y contenían la respiración. La ira del rey podía estallar en cualquier momento, como ciertas ventiscas que sacuden las tiendas y parecen que barren todo lo que hay sobre la arena. Y he aquí a Yasim que reúne todo su coraje, da un paso adelante y, al principio con cierto titubeo, después con mayor seguridad, presenta a sus acompañantes. El silencio llenó el ambiente. Todas las miradas se dirigían al rey. Para maravilla de los presentes una ligera sonrisa pareció dibujarse en los labios de su señor. Este con voz tranquila, dijo: -Querido amigo, pienso que es imposible que estas ideas tan juiciosas sean tuyas. Es una sabiduría que sólo puede manifestarse en la mente de un anciano experto en las cosas de la vida. Estoy seguro de que has escondido a tu padre, en vez de matarlo, como te había ordenado que hicieras. Un estremecimiento de miedo recorrió las espaldas de los presentes. La voz del rey retomó un tono imperioso: -No has querido obedecer mis órdenes y por ello mereces una severa condena. Todos tus bienes serán confiscados. Pero al no haber matado a tu padre, has mostrado que en mi reino hay aún un poco de sentido común, te cedo un tercio de mis bienes y te nombro visir. Me sustituirás en el gobierno de todos estos imbéciles, mis súbditos, que han mostrado no tener ni cabeza ni corazón.
 Dicho esto el rey mandó acercarse a Yasim, le puso un anillo en el dedo, firmó el poder, apoyó en sus hombros el manto real y lo invitó a sentarse a su lado en el trono. Desde aquel día, en el reino de Onargalis, los ancianos gozan de una gran veneración y de un sincero respeto por parte de los más jóvenes. 
(Fábulas del desierto Ettore Fasolini)


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